Elisa tenía nueve años cuando comenzó a masturbar a su perro Rocky, un doberman de pelo negro y bolas mansas. Tenía nueve años cuando vinculó que tocar al animal le brindaba una sensación antes desconocida. El perro lloraba cuando ella se iba al campo, pero guardaba de la seguridad de la nena como un león. Su madre no vio con buenos ojos que las manos de la niña siempre olieran a productos del mar, junto a su marido se vieron obligados a mandarla a la estancia familiar a tomar un poco de aire fresco, cuando ya casi era una adolescente. Al poco tiempo Rocky murió. Se ahogó tragándose su propia lengua. En el campo la jovencita comenzó a admirar las maravillas de la naturaleza, no le podía sacar los ojos de encima al caballo. Le pareció un animal ejemplar, digno de admiración para todos aquellos que de alguna manera están en ese momento de acercamiento al mundo. El caballo no se tomaba a bien las zambullidas genitales de la muchacha, dicen que era medio maricón. Lo cierto es que un buen día le dio una patada en el estómago que la sofocó, y no la mató de asco que le tenía a la pendeja. La marca en “U” de la herradura le quedó grabada desde el ombligo hasta el bello púbico floreciente. A su tío, administrador de la estancia, no dejaba de asombrarle “la güena disposición de la guacha pa las actividades de campaña”. Trataron de que se distrajera al menos un tiempo en el gallinero, pero ella se aburría, estaba para otra cosa. Fue en una tarde de verano en que caminaba por el campo sola, llorando, que lo vio por primera vez.
Ricardo era el pastor de su rebaño. Se le acercó y lamió con ternura sus mejillas húmedas. Fueron juntos hacia el arroyo y ella se quitó la ropa, se bañaron. Él no era para nada un experto con las mujeres, esa fue su primera vez. Entendió la señal de la herradura como un índice de hacia dónde debía dirigir su cariño, pero lo entendió al revés el inexperto. Él forcejeó unos instantes tratando de hacer sucumbir ese ombligo cual flor silvestre. Ella contempló los ojos de Ricardo extasiada. Le bastó treparse por su cuerpo enrulado unos centímetros para que ambos conocieran el placer al mismo tiempo. Por esas cosas de la vida su padre decide morirse y Elisa –ya mayor de edad- regresa a la ciudad por la parte que le corresponde de la herencia. Compra una casona en el Prado donde se instala cómodamente con Ricardo. Esa es la época en que Elisa termina sus estudios secundarios y comienza a estudiar derecho. Mientras estudian juntos se dan cuenta que Ricardo tiene una capacidad para la memorización de Códigos sobrehumana. Es tan así que decide dar todos los exámenes libre. No sólo aprueba y egresa sino que lo hace con honores. En su carrera fue ascendiendo meteóricamente. Tenía una característica que lo distinguía del resto: no faltaba nunca, ni en días de lluvia, ni con climas tórridos, ni cuando había paro, y ni siquiera en feriados. Pronto se lo sacaron de encima nombrándolo Juez de Paz de un departamento del interior. Al poco tiempo leyó en un diario que habían capturado a Fidel Castro. Entonces un sueño de libertad comenzó a nublar su felicidad. Debía conocer personalmente a ese barbudo que había declarado ante un tribunal desfavorable: “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”.